Hernán Neira
Primera parte del cuento finalista del Premio Juan Rulfo, París, 1990 y publicado en la colección de cuentos A golpes de hacha y fuego, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1995. Este cuento se convirtió en el primer capítulo de la novela El naufragio de la luz, que en 2003 recibió el premio Las Dos Orillas de Novela, dado por cinco editoriales europeas. La novela fue publicada en España por Ediciones B, Portugal,, Grecia,, Francia e Italia. Recientemente el escritor y traductor Peter Robertson (quien ha trauducido a Borges, Rosalía de Castro y Jorge Edwards, entre otros autores) ha iniciado una traducción al inglés. Extracto.
La novela El naufragio de la luz da un vuelco a la conclusión del cuento, introduciendo un tono íntimo, casi lírico, en la que el personaje principal cuenta cómo conoció a Mareika y cómo se formó la isla.
Extracts in English:Excerpt 1 , Excerpt 2
Información sobre la novela y el autor: www.neira.cl
Ameland (El naufragio de la luz)
Extracto
Recuerdo que era niño, muy niño, cuando me llamó mi padre y me dijo:
– ¡Si te embarcas te corto una pierna!
Su voz era clara y grave, y yo, que no le llegaba a la cintura, tuve miedo.
Luchó para conseguirme un puesto en tierra y para trasmitirme el odio que le tenía él al mar, el mismo que le tenían al océano sus hermanos y toda su familia, pescadores porque en los campos ya no había qué comer. Me prohibió navegar y, cuando hablaba de pesca, sólo contaba tormentas, ahogos, granizos, huesos adoloridos y manos congeladas por un oficio que apenas permitía subsistir. Muchas veces, cuando la familia se reunía en torno al fogón, le oía repetir las más terribles amenazas.
No, no fui pescador ni tampoco campesino. Se produjo un hecho que vino en ayuda de mi padre, aunque jamás sabré si en la mía. El gobierno dictó una ley: enseñanza gratuita y obligatoria para todos. Meses después, el mismo día que me iba a embarcar por primera vez para contribuir a alimentar a mi familia, vino un policía, me sacó a tirones de un bote y me llevó a la escuela. Mi padre guardó un silencio severo y mi madre lloraba, pero comprendieron que por primera vez alguien en la familia escaparía al destino del mar, es decir al del hambre. Ni mi padre ni mi madre sabían lo que era la escuela, nunca se habían sentado en un pupitre. Me sentía extraño. Era el único de los niños de la bahía que había dejado la pesca; los demás, con la complicidad de sus padres, se habían escondido en cuanto aparecieron los policías. No sé lo que me enseñó la escuela, sólo sé que mi padre me azotaba para que aprendiera a leer, a sumar y a restar. A veces, cuando se enfurecía, volvía esgrimir las amenazas de antaño, no para impedir embarques, sino para que estudiara:
– Cuidado, soy capaz de romperte los huesos -dijo una vez que olvidé hacer las tareas.
Pasé esos años, dos o tres, sin comprender con qué finalidad debía oír al maestro; en mi medio no conocíamos a nadie que hubiera ido a la escuela y me sirviera de ejemplo. Esas eran cosas de la capital o del puerto y yo nunca había salido de una bahía lejana y perdida. A una edad en que los jóvenes dominaban redes, cabos y embarcaciones, a una edad en que ya se sentaban al caño y gobernaban las naves bajo la mirada de sus padres, había aprendido a leer, pero me mareaba de sólo subir a un velero.
Mi padre murió. Mis tíos hablaron con mi madre y tomaron la decisión por mí: no podía seguir en la escuela, tenía que aprender un oficio y ganar sin demora mi propio sustento. Un día el sacristán me mandó llamar. Las sotanas y las iglesias me daban miedo. Traté de huir, pero fue inútil. Mi madre, que no había faltado en toda su vida a una misa, me agarró de un brazo y me llevó a la iglesia. Algo se dijeron que no recuerdo. A los pocos días me sacó al camino, me dio un abrazo de despedida, echó unos cuantos lagrimones, me besó y me encaramó en la carreta que periódicamente pasaba por la bahía. Un hombre me sujetó desde arriba, ella me volvió a besar y partí.
– ¡Arre! -dijo el conductor a los caballos, que salieron al trote.
Desde mi asiento, sin comprender a dónde me llevaban, me quedé mirando fijo a mi madre, haciéndose cada vez más pequeña. Me puse a llorar, pero pronto atravesamos una colina, dejamos atrás la bahía y me entretuve con un paisaje por completo distinto del que conocía y que contemplaba por primera vez. Debía tener diez u once años, no estoy seguro, jamás he tenido certificado de nacimiento. Me instalaron en un internado religioso donde aprendí algo de talabartería y desde entonces sólo vi a mi familia durante el verano. De esa época no tengo otros recuerdos, todos se borran hasta un día en que me separaron de mis compañeros:
– Pareces listo, irás a la escuela del mar ‑-dijeron.
Temí que me hicieran pescador, pero fue muy distinto. No aprendí ni a deslizarme en las olas ni a lanzar redes, en cambio aprendí a limpiar cristales y espejos, a recortar la mecha, a mezclar bien los aceites y a interpretar las señales de socorro. No sería pescador, me habían hecho guardafaros. Veranos más tarde, cuando terminaron los cursos, un sorteo quiso que me destinaran a Ameland.
Todos eludían ese destino; Ameland, a unas cien leguas del continente, era, y todavía lo es, una isla rodeada de bajos fondos donde no se cuenta el tiempo por años sino por mareas. En el continente todos saben cuánto duran sus ciclos, pero allí, en medio del mar, unos dicen que meses, otros que años, y hay quienes afirman que suben o bajan ignorando toda regularidad. Fría, ventisca, plana, inhóspita, gris, brumosa y de difícil acceso, no era sólo agua lo que la rodeaba, sino bajos fondos de arena y, más lejos, un anillo de escollos rocosas que ninguna carta había podido fijar. Las olas los cubrían y descubrían sin dar tiempo ni a pasar por ellos ni a tirar las sondas. Ninguna embarcación de calado, ni siquiera con orza retráctil, podía acercarse. La arena hacía imposible construir muelles, no había más remedio cada vez que se iba de pesca que tirar los bous con un remolque al que se enganchaban caballos hasta que fuera posible navegar. Ninguna embarcación de calado, ni siquiera con quilla retráctil, podía acercarse. La arena hacía imposible construir muelles, no había más remedio cada vez que se iba de pesca que tirar los bous con un remolque al que se enganchaban caballos hasta que fuera posible navegar.
Algunos, los más pesimistas, contaban que había fosas y que de golpe, en medio de una pendiente apenas inclinada, un remolino podía crear cavidades de las que hombres y caballos, si caían, jamás podían salir. Cada retorno o cada salida se realizaba con mil precauciones, todos pisaban dos veces antes de decidir apoyarse en el fondo. En esos momentos el nerviosismo era general. Tanto se cuidaba a animales y barcos que en la isla valía más un caballo o un velero que un hombre. Los animales parecían sagrados; el frío y la inhospitalidad de la isla, más la escasez de pasto, hacían difícil satisfacer las necesidades de una yegua al parir. Con los bous existía la misma veneración; Ameland carecía de árboles y para construir la más pequeña de las naves debían encargar las tablas al continente con una o tal vez muchas mareas de anticipación.
Regresar era más difícil que partir. Con la quilla arriba, los barcos derivaban a merced del viento o de corrientes y, a veces, ni los más viejos pilotos podían mantener la ruta. Las naves, cargadas con pesca, bajaban algunos centímetros su nivel de flotación. En playas tan largas, hundirse apenas bajo la línea hacía tocar el fondo centenas de metros lejos de la costa. Los bous, como ballenas que hubiesen varado, arrastraban difícilmente el casco, muchas veces las maderas crujían y parecía que todo iba a saltar. Los bajos, móviles, impedían atenerse a una ruta fija o seguir un alineamiento en relación a Ameland. Rara vez la arena permanecía en el mismo sitio y a diario se producían cambios, medio o a lo más un metro, pero obligaban a acercarse a tientas como si fuera siempre la primera vez.
Inabordable desde el continente, la isla tampoco lo era por alta mar. Las corrientes eran demasiado violentas, apenas podían con ellas los clípers o los gigantes de cuatro o cinco mástiles cuyas quillas, de varios metros, impedían acercarse a las inmensas, a las infinitas playas de Ameland. Tantas eran las dificultades para llegar a ella y tan poco interés ofrecía que el continente y la isla, a fuerza de ignorarse, vivían como si más allá del mar no existiese tierra ni hombres. Pero un día, cada cierto tiempo, la marea subía mucho más que de costumbre, al punto que una nave pequeña, ligera y con quilla retráctil como los bous del continente, podía, a pesar de los azares de la navegación, ir y, sobre todo, volver.
Me embarqué un día de marea alta para tomar mi puesto en Ameland. A medida que nos aproximábamos el piloto levantaba, con una polea atada a medio mástil, una quilla pivotante que le permitía avanzar por la playa de escasa profundidad.
– Te pudrirás. Mírame, mira lo viejo que soy. Conozco bien la isla, participé en la construcción del faro. Cuando llegué era joven, pero cuando partí, mi rostro parecía una pasa y mis cabellos se habían vuelto blancos. Me lo dijeron al volver a tierra, yo no me había dado cuenta. Desde entonces nunca he dejado de venir, no sé por qué me envían siempre a mí cuando se trata de alimentar la torre de aceites y mechas. Durante años no he visto nada bueno; no me extraña que el anterior guardafaros quisiera irse. Cuando lo traje era como tú, los jóvenes son todos iguales, y después, bueno… Me lo llevé de vuelta en caja de tablas. Cayó, según dicen, desde la torre, que desde entonces ha permanecido abandonada. ¿Sabías que para Ameland jamás encuentran voluntarios?
El piloto apenas había terminado cuando uno de los marinos que lo acompañaban gritó:
– ¡De prisa, a trabajar, que cambia la marea!
Bajamos la carga, víveres, maderas, pienso, barriles de aceite y algunos metros de mecha. Los pusimos sobre arrastres, los mismos que se usaban para botar las embarcaciones por la suave pendiente de arena. Los caballos los tiraron a tierra. Cuando terminamos, sin tardanza, volvimos con los animales para desencallar el bou, cuyo casco comenzaba a apoyarse en el fondo. Los obreros subieron a bordo, el piloto izó las velas, que batían con la brisa, y puso rumbo hacia el continente. Me quedé solo y sin moverme. El agua me llegaba hasta los muslos. Sobre el hombro llevaba mis pertenencias, libros con instrucciones para mi trabajo y previsiones para el año próximo. No era gran cosa, pero mis pies se hundían en la arena y me costaba avanzar con el agua hasta la cintura.
No hubo recepción, nadie vino a saludarme y entré en el faro sin hablar con los isleños. Mi casa, de cemento, piedra y ladrillo, era la única que se levantaba sobre la superficie; las demás, mezcla de barro, arena y pieles, no tenían muros, eran como bohíos bajo túmulos, de metro y medio o a lo más dos metros de altura, cubiertos de hierba y musgo para conservar el calor durante los meses de invierno, que eran la mayoría.
Lo que más temía era la soledad y la ausencia de mujeres. Sin ser parte de un pasado que todos compartían, el aislamiento fue tanto más grande cuanto la isla carecía de colinas y de bosques donde esconderme. Pero pude soportarlo; mi padre, aunque no me enseñara su oficio, me había enseñado la resistencia y el hábito de la soledad propios de los hombres de mar. En la isla reinaba un orden patriarcal. Mujeres había pocas y casi todas, si no casadas, ya tenían marido por un acuerdo tácito entre las familias. Las relaciones eran de riguroso intercambio y la presencia de un extraño lo rompía; mis únicos bienes eran los víveres que compartí con ellos a cambio de pescado. Los varones no tardaron en hacerme ver que debía mantenerme a distancia de las jóvenes: “están ocupadas”, “trabajan”, “no las molestes”, terminó diciéndome alguien en un tono amenazador que comprendí perfectamente aunque apenas comprendiera su idioma.
Me mantuve lejos, no tenía otro remedio. En ese tiempo me dediqué a contemplar el paisaje desde lo alto de la torre. En el horizonte, gris y húmedo, rara vez vi un barco que no fuera un bou de Ameland. Supongo que los grandes veleros pasarían de noche y que sus fanales, demasiado débiles, me impedían verles del mismo modo que ellos podían ver el faro. Eran como fantasmas a los que servía desde mi puesto sin poder percibirles jamás. Tanto oír de viajes y puertos lejanos, de buques enormes, de cubiertas alfombradas, de salones con baile y de mástiles como cipreses cuando yo, guardafaros e hijo de pescadores, no conocía más que humildes embarcaciones de pesca. Hubo días en los que me abatía el desánimo y en los que dudé de la utilidad del destello que yo mismo encendía.
Con el pasar del tiempo observé que entre las mujeres había una que se mantenía sola y que daba largos paseos por la playa, alejada de bous y pescadores. Me intrigó su aspecto y la falta de amistad o de camaradería con los habitantes de la isla. Mareika, poco más que adolescente, de carnes generosas, de cabello castaño e hirsuto, pálida, con grandes ojos marrones, gustaba, más que de voluptuosidades, de la meditación y de los grandes silencios. Deliberadamente hice cruzar nuestros paseos, pero al principio me evitaba. Me extrañó no verla sujeta al orden patriarcal de la isla y no sentir presiones para mantenerme también a distancia de Mareika. Pregunté a los isleños quién era esa joven, pero nadie quiso hablarme de ella ni darme explicaciones. Un día, por azar o por la desesperación que provocaba nuestra mutua soledad, logré romper su silencio. Nos encontrábamos en la playa y comencé a seguirla. Mareika apuró el paso, pero yo también. Terminó corriendo cada vez más de prisa, y yo detrás, agotándose ella y agotándome yo. Cuanto más quería escapar, más deseo tenía de alcanzarla, más deseaba a Mareika. Al final me adelanté a sus pasos y la agarré de un brazo. Mareika forcejeaba tratando de liberarse, pero no podía, yo la apretaba con fuerza aunque sin violencia. Tras unos instantes supo por mi mirada que no quería hacerle daño. Ni ella ni yo nos decíamos una palabra, no hubo gritos, insultos ni peticiones de ayuda. De pronto su resistencia cesó, quedándose inmóvil. Nos miramos sin decirnos nada, hizo un ademán de irse y la dejé partir. No fue lejos y se sentó en la arena. Pasaron algunos minutos en los que yo tampoco me atreví a moverme ni a hablar hasta que, algo confundido, me acerqué a ella y le dije:
– Hola.
– Hola -respondió con una mezcla de acento continental e isleño.
Caminamos por la playa, sin hablar, durante un largo rato. A veces se sentaba o mojaba sus pies. Yo la seguía, me sentaba cuando ella lo hacía y me mojaba los pies a su lado. Me dio frío y le dije:
– Vamos al faro.
– No.
– ¿Por…?
– Ya lo conozco.
– ¿Cómo?
– Mi padre era guardafaros. Llegué con él a Ameland cuando era pequeña.
– Oí que tuvo un accidente, que cayó.
– Mentira -cortó Mareika.
– ¿Mentira?
– Sí. Lo empujaron cuando decidió partir. Nunca le gustó la isla. Era mi única familia y me quedé sola. Un juez del continente habló con Ameland y la isla se hizo cargo de mí.
– ¿Te gusta la isla?
– Quiero irme.
– Vete.
– No puedo, no me dejan. Tampoco sé navegar ni qué podría hacer en el continente.
Dos extraños en esa tierra ingrata teníamos que entendernos: Mareika se instaló en mi casa a los pies del faro: dos habitaciones austeras, sin decoración y con escasos muebles. Mareika cambió mucho con nuestra vida en común. Cuando recién llegó a mi casa, no bien se dormía tenía pesadillas en las que se sentía caer. Tan desesperados eran sus gemidos que me desvelaban y, al verla sudando, con convulsiones, la despertaba poquito a poco, hablándole y acariciándola con dulzura. Al volver en sí se apegaba a mi cuerpo y se acurrucaba sumida en la más intensa desazón: entonces era como un bebé tortuga con caparazón trizado o un polluelo que necesitaba protección y calor. Todo ello desapareció, sus períodos de silencio disminuyeron y con el tiempo dejó su obsesión por escapar, que se transformó en un simple deseo de ver el continente del que tanto le había hablado su padre. Seguía queriendo partir, y yo también, pero ya no había premura ni urgencia. Marcharse ya no era un fin, sino un medio para vivir libres, para casarnos, para tener hijos y educarlos. Sin darnos cuenta, cuando hablábamos de la posibilidad de un regreso, comenzábamos a planearlo juntos. Mareika se hizo menos solitaria y menos pensativa, simplemente le gustaba estar conmigo y a mí con ella. Se estableció un acuerdo tácito por el que nuestras ocupaciones eran complementarias; juntos o separados, nuestro trabajo siempre servía a la subsistencia. Nuestra apoyo recíproco estaba ligado a nuestra vida en común y no podíamos imaginar una sin la otra; el amor era inseparable del trabajo destinado a satisfacer las necesidades más elementales.
Viéndome afincado en la isla y en la compañía estable de Mareika, que los habitantes nunca habían considerado propia de la isla y de sus clanes, desaparecieron los temores de que quisiera robarles una mujer. Un día, uno o dos años después de haber llegado, cuando vivía ya con Mareika, Ameland decidió tratar mínimamente conmigo y vinieron a hablarme. En la isla desconocían las autoridades del continente y no había más jefes que los patriarcas del lugar, entre los cuales uno mandaba más. Aquella tarde lo acompañaban su familia y algunos pescadores, pero, excepto su esposa y sus hijas, no había más mujeres con ellos. Mareika, que conocía mi idioma y el de ellos, hizo de traductora, aunque a veces se la llevaban aparte y le decían cosas que no me trasmitió. No debían ser agradables, su rostro denotaba sorpresa y disgusto, por lo que no le pedí explicaciones y supuse que me traducía lo esencial, evitando que en mí se levantaran suspicacias que hicieran difícil el diálogo. Los isleños no me preguntaron por el faro, ni por Mareika ni tampoco por mi vida en el continente, como si me hubieran despojado del pasado y ya no tuviera más vida que la de la isla. Me sentí extrañado y nada les dije. Hablamos de pesca, de vientos, de las formas de botar los bous y acordamos regularizar las entregas de víveres, que hasta entonces hacíamos de manera esporádica. Desde entonces, peridódicamente, aparecían en la madrugada, con tono amenazador, en las cercanías del faro.
La vida personal no existía para ellos, todo se resumía en un conjunto de actividades que cada cual desempeñaba con la misma naturalidad que se respira. Mis relaciones con los habitantes mejoraron, sin llegar jamás a la cordialidad. Comenzaron a saludarme al pasar, pero nunca me dejaron intimar con sus familias o entrar en sus casas: la organización de la isla, la vida interior de los bohíos y la historia de Ameland permanecían cerradas para mí.
Tras algunas mareas Mareika y yo quisimos un hijo. Decidimos que lo tendríamos en el continente y que había llegado el momento de partir, de dejar la isla en la que siempre habíamos sido extraños. Como guardafaros podía pedir que me trasladaran a una tierra menos abandonada, ¿no habría, en todas las costas del continente, ni una sóla torre que necesitara de mí? La escuela del mar jamás me negaría el cambio, los años pasados en Ameland contaban, por lo aislado, el doble que en el continente. Ni pescador ni campesino, no me imaginaba con otro oficio y menos aun buscando trabajo en tabernas, herrerías o campos: entonces creía que no otras posibilidades me ofrecía el continente. En cuanto al mar, cualquier pescador se reiría al verme mareado. Era funcionario de la escuela del mar, quería seguir siéndolo y debía esperar una respuesta antes de marcharme. Calculamos la fecha por el desgaste de las provisiones, previmos la marea e hicimos planes. Mareika debía embarcarse primero y llevar una carta con mi petición de traslado a la oficina. También escribí a mi madre; Mareika carecía de familia y se iría donde la mía.
Nos quedamos esperando. Cada vez con más frecuencia comencé a imaginar el arribo del bou en que partiría Mareika y, poco después, la llegada de mi sustituto para el faro. La idea de partir nos mantenía alegres, sobre todo a Mareika, quien se ponía más ansiosa y eufórica cada día. Me preguntaba por el continente y se quedó absorta cuando le expliqué la existencia de miles de ciudades y gentes, de casas de ladrillo y cemento, de tiendas y del dinero, que tanto le costó comprender. Pasaba el día distraía y absorta pensando en otra vida. ¡Adiós, adiós Ameland! ‑nos decíamos ella y yo sin nostalgia alguna mientras hacíamos planes para nuestra vida futura. De Ameland no me llevaba nada, incluso Mareika era extraña a la isla. En el continente, en cambio, me esperaban meses de salario y un futuro que no pensaba promisorio, pero al menos sin los agobios de una tierra aislada.
Ameland tenía planes muy distintos para el niño y no tardaron en hacérnoslo saber. Querían que naciera allí y que el parto siguiera las costumbres del lugar. En la isla todo se solucionaba con paños, hierbas y embrujos. La mujer encinta era tomada a cargo por la comunidad y privaban al marido del derecho a verla. Después, durante días, encendían inciensos, hacían libaciones, sacrificios y exorcismos contra demonios terrestres y marinos. Se decían cristianos, pero nadie tenía una Biblia, aquellas regiones no habían visto un sacerdote durante siglos y la única religión que conocían era la inventada por ellos. Yo sabía leer, no creía en supersticiones y, en todo caso, confiaba más en los buenos oficios de mi madre o del médico del continente que en las improvisadas matronas de la isla.
Las mujeres comenzaron a agobiar a Mareika insistiendo en lo inútil de viajar a tierra. Mareika no sabía cómo defenderse:
– Que te dejen en paz, no es asunto de ellas ‑-repetía yo.
Pero no se atrevía o no podía enfrentarlas y siguieron viniendo a casa. Mareika se ponía cada vez más nerviosa, pasando de la euforia al desgano. Comenzó a encerrarse y a no salir más que conmigo, se sentía insegura, amenazada, temiendo no poder embarcarse y que todo fracasara, siendo presa de episodios de angustia cada vez más intensos y frecuentes, como si por momentos estuviera fuera de sí, ante lo que yo nada podía hacer excepto sumar a las dificultades su propio desánimo.
Un día, sin embargo, apareció el bou continental. Venía con rumbo certero y con sus velas hinchadas, redondas y tensas por el viento. Era temprano, pero ya había amanecido. Mareika y yo nos acabábamos de levantar. Decidí preparar los caballos para arrastrar la carga desde el bou hasta la playa. En el establo me di cuenta de que los pescadores, adelantándose, habían preparado caballos y arrastre antes de que pudiera hacerlo yo. Me sentí confiado y alegre de verles colocando arneses a los animales. En casa, Mareika había preparado el desayuno y lo tomamos sin pérdida de tiempo. Al terminar le ayudé a cargar su equipaje y nos dirigimos al bou que la embarcaría. Desde allí vi a los isleños, mucho más adelante que nosotros, azotando a los caballos para hacerles avanzar. Me extrañó tanta agitación, tirar el arrastre se hacía siempre con calma, con cuidado de no cansar a los animales y con miedo ante las posibles fosas. Se acercaban al bou más de prisa de lo que nunca había visto. Continuaron, llegaron al bou y comenzaron a bajar barriles, mechas, tablas, sal, harina y legumbres, sin esperar a que fuera a ayudarles. Era una tarea que siempre había hecho yo, ¿por qué ahora, sin explicación alguna, la hacían ellos y con tanta prisa? Mareika y yo avanzábamos lentamente, cada vez con más dificultad a medida que nos hundíamos. Teníamos frío, pero apenas nos importaba sabiendo que delante teníamos la embarcación de nuestra libertad ….